Hoy, 20, la iglesia celebra los santos coreanos. Me complace compartirles –hoy que en Madrid conmemoramos los 20 años del Siervo de Dios, P. Tomás Morales, nuestro fundador, su entrañable semblanza sobre ellos.
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Recientemente el Papa Francisco ha beatificado a 123 mártires coreanos Fue uno de los momentos más esperados del viaje del Papa a Corea del Sur. La Iglesia cuenta con 124 nuevos beatos y esta es la alegría de los peregrinos coreanos después de que el Papa pronunció la fórmula de beatificación.
Más de un millón de personas llenaron las calles de Seúl para asistir a la Misa de beatificación de Pablo Yun Ji-Chung y sus 123 compañeros mártires que fueron víctimas de la persecución religiosa de los siglos XVIII y XIX.
En la homilía Francisco destacó el ejemplo de estos mártires laicos que introdujeron el catolicismo en Corea.
FRANCISCO
"Nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir".
Explicó que estos primeros católicos formaron pequeñas aldeas donde los más necesitados eran los más importantes.
FRANCISCO
"Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres".
El Papa dijo que estos mártires rompieron las rígidas estructuras sociales de su época conviviendo con todos por igual, con caridad y solidaridad. Por eso, explicó que estas cualidades pueden imitarse hoy en día para buscar la paz.
FRANCISCO
"La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero".
Francisco también quiso recordar a todos los mártires anónimos que han sufrido persecución en el mundo a causa de su fe.
P. Tomás Morales, S.J.:
Los Santos, Pablo, Andrés y compañeros, mártires de Corea
20 SEPTIEMBRE
Niños moribundos, pioneros de la fe
La Península Coreana avanza atrevida en dirección Noroeste–Sureste, con su superficie de casi doscientos veinte mil kilómetros cuadrados y sus más de cuarenta y dos millones de habitantes. Arranca de China, y se abre soñadora en escarpadas y abruptas pendientes, hacia el mar del Japón. Al Sur y Poniente las montañas se contornean en líneas más suaves y sinuosas que forman en el Mar Amarillo un collar de islas, penínsulas y bahías fascinantes en su polícroma variedad.
Uno de los países más montañosos del mundo, ofrece paisajes encantadores y rincones de ensueño. Las Montañas Blancas cruzan Corea de Norte a Sur y se elevan a dos mil metros de altitud media. El Paekusan es su cumbre más empinada y rebasa los dos mil setecientos. Las Montañas del Diamante corren a lo largo de su costa oriental con quinientos metros menos de altura media.
Los primeros cristianos en este pueblo nostálgico que anhela el cielo, fueron niños moribundos bautizados. Detalle insignificante en apariencia, pero pletórico de simbolismo profético. La ingente legión de mártires coreanos vislumbra en ellos la fortaleza que sólo la alcanzan los sencillos que se hacen como niños para arrebatar el Reino (cf. Mt 18,4).
Taikoama, emperador del Japón, anexiona Corea y desencadena la primera persecución contra los cristianos entre 1591 y 1598. En el ajedrez divino todo es providencial. Algunos de esos cristianos se refugian en la Península. Bautizan en "un segundo nacimiento" (S. Jerónimo) a esos niños, y "les hacen inmortales" (S. Cirilo de Alejandría). "Nacen de lo alto" (Jn 3,7) a un nacimiento tan real y verdadero como el primero, pero para no morir nunca.
L2****Laicos artífices de una cristiandad
Gregorio de Céspedes y León Rocán, jesuitas, llegan también desde Japón y permanecen en Corea un par de años sembrando a Cristo. Es una evangelización relámpago, pero produce frutos muy sazonados. Esclavos coreanos se trasladan después a Japón y serán mártires durante las persecuciones del siglo XVII. Nueve de ellos se contarán entre los beatificados en 1861.
Un eclipse se va a producir, pero será pasajero. Ciento cincuenta años después, la fe en Cristo volverá a brillar con intensidad estable y creciente. Es en 1784 y unos cuantos laicos crean, sin saberlo quizá, una nueva cristiandad. "Caso único en la historia", dice sorprendido Juan Pablo II (18–11–1984, 1), y reconoce la liturgia cuando aclama al "Creador y Salvador de todos los hombres que de un modo admirable llama en Corea a un pueblo de adopción" (orac. col.).
Seglares cultos que buscan ansiosos la verdad importarán la fe, no desde Japón, sino desde China. Los dos imperios rivales que durante siglos se disputan Corea hasta finalizar la Segunda Guerra Mundial, tendrán la gloria más duradera de orientar la península hacia Cristo.
Acontecer excepcional. El camino de los coreanos hacia la fe no comenzó por misioneros venidos de fuera. Partió de dentro gracias a la iniciativa autóctona de intelectuales laicos que llevaron espontáneamente la fe a su patria.
Fundadores de la Iglesia coreana
Unos seglares indígenas cultivaban Filosofía y Literatura, y la aspiración natural de la razón humana a la verdad les impulsa en 1784 a ponerse en contacto con Pekín. Nadie les comprende, pero no les importa e inician la aventura de la fe. Soportan graves riesgos —algunos serán mártires— con tal de descubrir la Palabra de Dios, y luego —no lo sospechaban— creen con gozo en el Salvador Resucitado.
Libros recientes venidos de China avivan su curiosidad. Los escribían hombres, católicos algunos, que podían darles luz sobre la nueva fe que ellos buscaban. Envían como explorador a uno a Pekín y allí recibe el Bautismo. Al volver habla a sus amigos con el fuego de un cristiano recién convertido, y el Espíritu Santo que había recibido, se comunica a los demás. "Un sólo corazón y una sola alma", empezaron todos a tener, "y se iban agregando más creyentes al Señor" (Hech 4,32 y 5,14). La buena semilla hace florecer la primera comunidad cristiana nacida sólo a impulsos de los laicos. "Hombres y mujeres —dice el Papa— son considerados con razón como fundadores de la Iglesia en Corea" (18–11–1984, 1).
Cincuenta y seis años sin la ayuda de sacerdotes
"Todo el que es de la verdad, oye Mi voz" —había dicho Jesús— (Jn 18,37). No podía defraudar a esos coreanos que anhelaban encontrarse con Él. Cristo les ilusiona mucho más de lo que ellos esperaban y les fortalece para pisotear todos los bienes de la tierra, incluso la vida, con tal de no perder a Jesús. La Iglesia coreana siguiendo su ejemplo heroico ha engendrado multitud de mártires, nuevas rosas que la Sangre del Redentor ha hecho nacer de las espinas de su Corona.
Los ciento tres canonizados en Seúl, son número ínfimo comparado con los miles que recuerdan su gloriosa historia crucificada. En menos de un siglo Corea puede enorgullecerse con unos diez mil mártires a lo largo de una cadena de seis crueles persecuciones. 1791, 1801, 1827, 1839, 1846 y 1866 marcan los hitos de un aluvión de héroes. Amanece el siglo XX y aún continúan dando su vida por Cristo unos setecientos cristianos en la isla Quelpaert.
Pléyade martirial en rica y variadísima gama, desde Peter Yu, adolescente de trece años, hasta Mark Chong, anciano de setenta y dos. Hombres y mujeres, pobres y ricos, pueblo y nobles, cultos e ignorantes, clérigos y seglares cantan al unísono con sus vidas ofrecidas: "Digno es el Cordero que ha sido inmolado de recibir poder, riqueza, sabiduría, bendición y honor por los siglos de los siglos" (Ap 5,12).
Vértigo de asombro
¡Inusitado y sorprendente! Pero lo que más impresiona no es esa catarata de sangre vertida con coraje sublime, es un dato histórico. Seglares, simples bautizados, son los únicos protagonistas. Anuncian el Evangelio a sus hermanos hasta el martirio durante más de medio siglo sin sacerdotes, ni sacramentos. Un vértigo de asombro nos electriza lanzándonos a ser misioneros de tantos hermanos descreídos. Juan Pablo II nos lo asegura. "Cincuenta y seis años, de 1779 a 1835, los laicos, sin ayuda de sacerdotes —a excepción de dos chinos que sólo pasaron entre ellos poco tiempo— difunden el Evangelio en su patria" (18–11–1984, 1).
Seglares intrépidos ahondan cada día más en esas décadas en su unión con Cristo por la oración y en el amor fraterno sin marginar a nadie y favoreciendo más a los pobres y enfermos. Fomentan vocaciones religiosas, en especial contemplativas, y manifiestan comunión íntima con su obispo de Pekín y el Papa en la lejana Roma.
Uña y carne
Los laicos, encendidos en amor a Dios, son imparables. La ausencia de clérigos años y años les escocía. Deseaban unirse con Cristo en la Confesión y Eucaristía. Decididos, con la audacia que da la esperanza cierta, escriben a Gregorio XVI pidiendo les envíe sacerdotes. La Sociedad para las Misiones Extranjeras de París acepta el ruego que el Papa le hace en 1827.
Nueve años más tarde en 1836 Pedro Maubant y Santiago Chastan emprenden su apostolado en Corea coronado por el martirio. Inscritos también para siempre en el "libro de la Vida" (Ap 20,12) fueron, entre muchos, Antonio Daveluy con una docena de sacerdotes. Lorenzo Imbert, el primer obispo que predica el Evangelio en la Península y Simón Berneux, el gran divulgador de libros doctrinales y ascéticos, se suman también al cortejo martirial.
Los seglares coreanos contagian su ímpetu proselitista y su sed de inmolación a los recién llegados. Uña y carne con ellos desde el primer momento, se consideran hermanos. Confraternizan, porque la caridad desconoce barreras de nación o cultura.
El Evangelio está abierto a cualquier época y civilización. Fecunda desde dentro la espiritualidad y los dones propios de las varias culturas (Gaudium et Spes, 53).
Binomio clave
Hermanados coreanos y franceses, laicos y clérigos en un mismo dinamismo misionero, logran desde 1835 espléndida cosecha de conversiones. El conflictivo, pero fecundo binomio sacerdote–laico tiene la audacia de encarnarlo con sencillez. Unos y otros miran a Jesús humilde, médula de la cristología de S. Agustín. Practican su consejo: "Recógete y redúcete, hombre, a la humildad de Cristo, no sea que por hincharte, revientes". Los clérigos saben respetar la autonomía del laico y los seglares llenos de iniciativa obedecen al presbítero en su área espiritual específica.
Nativos y extranjeros se anticipan al consejo de Pío XII un siglo después. Se rodean de jóvenes con "ideas claras, convicciones profundas, voluntad firme y dócil". Les enseñan que "la hora presente es la hora del Evangelio, después que han fracasado, o están a punto de fracasar, sistemas y doctrinas que han querido prescindir de Dios" (10–9–1953, 6).
"¿Cómo podéis pedirme...?"
Profunda emoción suscita el relato de los mártires. Nos conmueve su serenidad imperturbable y la alegría misteriosa que mantienen ante la perspectiva cruel de tormentos y muertes afrentosas. Su fortaleza nos recuerda las Actas de los primeros cristianos.
Transparencia alabastrina de alma revelan los detalles de su martirio. Nos permiten vislumbrar la disciplina del quietismo oriental soñador en que habían sido troquelados. Dominio propio y desprendimiento ascético de los bienes de este mundo, incluida la misma vida física.
Las últimas palabras de Teresa Kwon, una de las mártires más antiguas, manifiesta sereno equilibrio y firmeza de alma. "Si el Señor del cielo es el Padre de toda la humanidad y el Señor de toda la creación, ¿cómo podéis pedirme le traicione? En este mundo, incluso alguno que traicione a su padre o a su madre no será perdonado. ¡Cuanto más podría yo traicionar jamás a Aquel que es el Padre de todos nosotros!".
Martirio familiar
Una generación más tarde, Agustín, padre de Peter Yu. Los verdugos le incitan a renegar. Exclama valiente y alborozado: "Una vez que he conocido a Dios, no me es posible negarle".
Peter Cho va aún más lejos. Movido por el Espíritu Santo, se siente hijo de Dios (cf. Rom 8,14). Le invitan a apostatar y se yergue audaz increpando a los que iban a darle muerte. "Suponed que un padre comete un crimen. Un hijo no podría renegar de él y dejar de considerarle como padre. ¿Cómo yo podré decir que no conozco al Señor y Padre del cielo que es tan bueno?".
Martirio familiar, con frecuencia, que une con intimidad hogareña a padres e hijos en familia eterna. Aghata tiene diecisiete años. Engañan a ella y a su hermana, aún más joven, con la falsa noticia de que sus padres han renegado. Responde con sencillez y valentía en nombre suyo y de su hermana: "Si mis padres apostatan o no, es cosa suya. Nosotras no podemos traicionar al Señor de los cielos a Quien hemos servido siempre". El ejemplo siempre encandila y arrastra. Seis cristianos adultos se entregan voluntarios al martirio. Las dos hermanas con sus padres y ellos, se labran juntos la corona inmarcesible. Nos alcanzan, unidos a otros muchos humildes y desconocidos, "convertirnos en sacrificio agradable al Señor para salvar al mundo entero" (orac. of.).
Mies copiosa
La sangre martirial grana siempre en prieta y dorada espiga. En 1801 hay ya diez mil cristianos y trescientos laicos son martirizados a una con el primer sacerdote chino. Sesenta y cuatro años más tarde con penalidades sin cuento se multiplican hasta veintitrés. Estalla violenta la nueva persecución en 1866 y se apunta en trágico balance dos obispos, siete sacerdotes y más de diez mil laicos.
Alborea el siglo XX y los cristianos casi se triplican en 1905. Empieza a surgir clero indígena, y en 1942 Pío XII ordena el primer obispo coreano, Pablo Ro.
El ritmo de conversiones se va haciendo vertiginoso. En 1980 Corea del Sur cuenta con un millón y trescientos mil católicos. Al año siguiente aumenta un diez por ciento, y en 1984 rebasa los dos millones. Amplían seminarios y noviciados ante la enorme afluencia de nuevos candidatos. Conversiones se siguen produciendo. Proceden, sobre todo en las ciudades, de cualquier estamento, desde parlamentarios hasta los más modestos trabajadores.
Certezas y no dudas
La sangre de mártires, semilla de nuevos cristianos. Una vez más se comprueba, pero en Corea —como en cualquier país descristianizado—, otro factor influye en las conversiones. Budismo, samanismo, sintoísmo —o dinero, sexo, gastrolatría y demás dioses de la sociedad consumista— siembran vacío, angustias, amarguras, dudas. El catolicismo en cambio, es nitidez de fines sobrenaturales, y seguridad en cualquier coyuntura de la vida en brazos de Dios Padre providente.
La Iglesia es para el coreano que se convierte, como para el descreído en Europa que recupera la fe, capaz de responder a sus más íntimas aspiraciones y de satisfacer las necesidades actuales del presente y del futuro. Protege a cuantos sufren y alienta a los que intentan superarse. Proclama la justicia sin someterse a partidos. Respeta la libertad y opciones personales, incluso cuando proclama el Evangelio.
Los misioneros que logran estas conversiones son las más de las veces simples laicos. Están orgullosos de ser católicos y se esfuerzan en vivir su creencia y transmitirla. Saben que la fe, si no se convierte en misión, acaba apagándose.
Excepcional en la historia de la Iglesia en Asia es este oleaje creciente de conversiones entre los coreanos. Algo parecido pasó en Japón en el siglo XVII y antes en Filipinas. Sucederá lo mismo en los países descristianizados de Occidente que viven "en un mundo que ha recaído casi en el paganismo" (Pío XII), "en que toda la tierra es país de misión" (Pablo VI).
¿Condición indispensable? El binomio laico–clerical de Corea, es la clave para recristianizar una nación y convertirla en exportadora de evangelizadores como fue Europa. Pero con una condición. Sacerdotes y seglares tienen que transmitir certezas y no dudas, verdades y no sofismas, "permanecer unidos firmemente a Cristo trabajando en la Iglesia por la salvación de todos", como suspira la liturgia (orac. com.). Asia, por ejemplo, con el sesenta por ciento de la población mundial, elevaría con rapidez su exiguo porcentaje cristiano del tres por ciento.
Paralelismo sorprendente
Los mártires coreanos, como los primeros cristianos de todos los tiempos, siguen con fidelidad acrisolada las huellas de S. Pablo. Entrega total a Cristo, valentía inconmovible y espíritu de sacrificio hasta la muerte. Anhelo incontenible de compartir la alegría íntima de su experiencia cristiana con el mayor número posible de almas, sin rendirse jamás ante la incomprensión o el desaliento.
"Sé vivir en pobreza y también nadar en la abundancia..." (Filip 4,12). El Apóstol estaba dispuesto a todo, y al mismo tiempo, desprendido de todo. Sólo le interesa estar y permanecer en y con Cristo. Todo lo demás lo considera accesorio, y lo endereza todo a ese objetivo supremo e irrenunciable. Jesús mismo le comunicaba fuerza y consuelo para ese desprendimiento total. Le mantiene cerca de Él y le imprime dinamismo que todo lo alcanza. Pablo reconoce humilde que "todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Filip 4,13).
¡Paralelismo sorprendente! Los mártires coreanos siguen la ruta única por él trazada para evangelizar hoy y siempre. Granos de trigo que mueren y producen al ciento por uno. Viven muriendo, y mueren resucitando. Creen en el Evangelio, "aborrecen su vida en este mundo y la guardan para la Vida Eterna" (cf. Jn 12,25).
Apoteosis de gloria
Escenarios grandiosos del triunfo de los mártires. 1984 es el año bicentenario del nacimiento de la cristiandad en Corea. El 16 de mayo en Seúl, capital de Corea con sus seis millones de habitantes. Seis meses más tarde, el 18 de noviembre, Juan Pablo II concelebra en la Basílica Vaticana de Roma bajo la cúpula monumental de Miguel Ángel. Le acompaña el Cardenal Arzobispo de Seúl, los obispos de las nueve diócesis del país y dieciséis sacerdotes venidos de Corea con más de mil doscientos laicos. En el altar de S. Pedro, símbolo de la confesión de la fe verdadera, van a celebrar la Santa Misa, rodeados de obispos, sacerdotes y trescientos laicos franceses.
El Papa introduce la ceremonia con una previa admonición que aviva la emoción de todos y les hace hornear en el amor. Lanza a los presentes y a todos los bautizados un pregón. "Vuestra vida de cristianos auténticos —les dice— haga resplandecer en el mundo de hoy el ejemplo heroico de los mártires de Corea". La liturgia mañana recoge esta invitación apremiante. "La gloriosa profesión de fe de tus Santos Mártires Pablo, Andrés y compañeros, Señor, nos alcance por su intercesión y a su ejemplo, perseverar hasta la muerte cumpliendo Tus mandatos" (orac. col.). "Te pedimos con humildad por el Pan del cielo con que nos alimentas permanecer unidos firmemente a Cristo" (orac. com.).
BIBLIOGRAFÍA
C. Dallet, Historia de la Iglesia en Corea, París 1874.
E. Fourer, Mártires y Misioneros de Corea, Nancy 1985.
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