http://www.cedis.org.es/images/Conferencia_Cardenal_Joao_Braz_de_Aviz.pdf CEDIS Jornada de Formación Madrid, 22 de junio de 2013
João Braz card. de Aviz, prefecto de la congregación para la vida consagrada.
PAPEL Y APORTACIÓN DE LOS INSTITUTOS SECULARES EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
Queridas y queridos todos:
Con viva alegría participo en este encuentro, convencido de que cada uno de nosotros regresará a casa enriquecido por una experiencia fuerte de comunión que es fruto del Espíritu. Me agrada compartir hoy con vosotros una reflexión sobre la aportación de los Institutos Seculares a la nueva evangelización. Yo os podré ofrecer naturalmente algunas consideraciones, pero creo que el trabajo más grande y la contribución mayor puede venir de cada una y de cada uno de vosotros que vivís esta vocación y al mismo tiempo la vivís según un carisma específico.
Quisiera proponeros en esta reflexión algunos pasajes del Mensaje de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (7-28 de octubre de 2012) sobre el tema: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”.
Un documento muy intenso que cita al inicio el texto evangélico de Juan, que narra el encuentro de Jesús con la samaritana junto al pozo. La samaritana, como precisa el boletín del Sínodo proponiendo una síntesis del Mensaje, es “imagen del hombre contemporáneo con un ánfora vacía, que tiene sed y nostalgia de Dios, y al que la Iglesia debe salir a su encuentro para hacerle presente al Señor. Y como la samaritana, que encuentra a Jesús, no puede sino ser testigo del anuncio de salvación y esperanza del Evangelio” (Cf. n.1)
Subrayo tres palabras sobre las que volveré: encuentro, salvación, esperanza. Pero seguimos dirigiendo la mirada al Mensaje que nos recuerda que, como Jesús, en el pozo de Sicar, “también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad. Conducir a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que afecta a todas las regiones del mundo, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe, que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la
claridad y sus frutos coherentes” (n. 1)
Después de recordar con fuerza que la fe depende de la relación que se establece con el Señor Jesús, el Mensaje añade: “Es nuestra tarea hoy, el hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a
los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda cruzarse con la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la santidad de vida.
Algunos preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto para poner en el mercado de las religiones, sino descubrir los modos mediante los cuales,
ante el encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo” (n. 3 y 4) .
Si, pues, la nueva evangelización nos interpela como comunidad creyente y como personas que pueden alabar a Dios por el don de la fe, todo comienza reconociendo que necesitamos conversión. “Si esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la historia” (n. 5), siguen diciendo los Obispos. Después añaden: “Esta serena valentía sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar fruto” (n. 6).
He querido recordar estos textos porque creo que cada una de sus expresiones habla de modo especial a los miembros de los institutos seculares y,en particular, a vosotros que vivís en una de las naciones que ha visto tantos
santos manifestar en distintas épocas la propia fe con radicalidad y pasión. Pienso en los grandes reformadores como san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila, pero también pienso en los muchos mártires de la Guerra civil
española, sacerdotes, religiosos y muchos otros fieles, que han dado la vida por no renegar de la fe y que no figuran en las crónicas de los periódicos.
No obstante, al igual que en otros países de Europa, hoy estamos frente a una España que necesita ser re-evangelizada, necesita que resuene cada vez más el anuncio de salvación, la buena noticia. No me detengo en una lectura social, cultural y política del país que conocéis bien, ni tampoco me detengo a identificar las causas que han
determinado este paso de un país “originario” de la fe -como lo definió Benedicto XVI en su viaje a Barcelona-, a un país que, en cierto modo, debe recuperar el verdadero sentido de la fe. Deseo, en cambio, reflexionar brevemente con vosotros, consagrados en el mundo, sobre la relación entre Iglesia y mundo, entre la Iglesia y el conjunto de las instituciones y de las circunstancias políticas, sociales y culturales en las que se encuentran los cristianos.
En una reflexión sobre el misterio y la vida de la Iglesia el Card. Georges Cottier, OP, teólogo de la Casa Pontificia, escribía: “Entre los motivos de muchas de las dificultades en las relaciones entre la Iglesia y el orden mundano temporal, que se han dado en la época moderna y contemporánea, está también el siguiente: en algunos casos, frente a los cambios de la historia y la consolidación de nuevas estructuras culturales, sociales y políticas, el
único criterio de valoración, en algunos ambientes cristianos, es la mayor o menor conformidad de dichas estructuras con los modelos que dominaban en los siglos anteriores, cuando la unanimidad de matriz cristiana terminaba por
moldear o, como mínimo, por influir también en los sistemas políticos y sociales. En las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno aflora, a veces, esta tentación: el impulso a concebir la Iglesia como fuerza antagonista de ese
orden político y cultural que, después de la Revolución francesa, ya no se presentaba como un orden cristiano.
Estar en desacuerdo categóricamente con los contextos políticos y culturales dados, no pertenece a la Tradición de la Iglesia –continuaba el teólogo-, es más bien una connotación repetida en las herejías de raíz gnóstica, que por prejuicios impulsan al cristianismo a una posición dialéctica respecto a los ordenamientos mundanos, e interpretan la Iglesia como un contrapoder respecto a los poderes, a las instituciones y a los contextos culturales constituidos en el mundo” (El Concilio Vaticano II: la Tradición y las instancias modernas).
Si nos situamos, pues, en actitud hostil frente a una cultura –y frente a las instituciones que son fruto de la misma− que parece incluso haber olvidado a Dios, corremos el riesgo de olvidar lo que Benedicto XVI subrayó en la homilía de inicio de su Pontificado, cuando recordó que “No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores.
El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres. Con su sencillez y con la incisiva espontaneidad que le caracteriza, también el Papa Francisco ha repetido que, a veces, nuestro comportamiento de cristianos en lugar de acercar, aleja del Señor. “Somos muchas veces controladores de la fe, en lugar de facilitadores de la fe de la gente. […] Cuando nosotros vamos por este camino, con esta actitud, no hacemos bien a la gente, al pueblo de Dios. Pensemos en todos los cristianos de buena voluntad que se equivocan y en lugar de abrir una puerta la cierran. Pidamos al Señor que todos aquellos que se acercan a la Iglesia encuentren las puertas
abiertas para encontrar este amor de Jesús”.
Vuelve de nuevo la primera palabra de las tres que, como he dicho al inicio, quisiera que marque el camino de esta reflexión con vosotros. La primera palabra es, por lo tanto, encuentro. No desencuentro o contraposición sino encuentro. Los cristianos son hombres y mujeres del encuentro. Mejor aún, se podría decir, según lo que nos
está indicando el Papa Francisco, que son hombres y mujeres que salen y van hacia lo que él llama las “periferias existenciales”. “Pero nosotros debemos ir al encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todo, sin negociar nuestra pertenencia”.
Encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia. ¿Cómo encontrar a quien piensa de otra manera sin obligarles a ser como nosotros y, al mismo tiempo, sin negociar nuestra pertenencia, como dice el Papa? Sin embargo ésta es la actitud de base, podríamos decir, el terreno de la nueva evangelización. Sobre todo en los países de tradición cristiana, en los que se trata de hacer cuentas con una sociedad y una cultura que ya no refleja, como ocurría en el pasado, los principios del cristianismo, la pregunta es: ¿qué hacer? ¿cerrarse? ¿formar cuerpo con los que piensan como nosotros y dejar fuera a los otros o, peor aún, combatirlos? ¿contraponer nuestro poder, más aún tratar
de reforzar nuestro poder para vencer a los otros? ¿O bien salir de nuestros lugares seguros e ir al encuentro de los otros, revestidos –no armados- de las convicciones que derivan de nuestra fe? En esto creo que la contribución que pueden dar los Institutos seculares es muy grande. Lo específico de vuestra vocación os lleva a no tener aquella visibilidad y misión que es típica de los religiosos o de los movimientos. El icono de esta particular forma de consagración es el de la sal que se disuelve y da sabor, el de la levadura que se esconde y hace fermentar la masa.
Diría que es típico de vuestra naturaleza, no agruparos para contraponeros, en el sentido que decíamos antes. Vuestra vocación os sitúa entre los otros, incluso sin signos distintivos exteriores, justo para no crear distancias que os pueden alejar; os hace estar con los otros en la búsqueda de la solución de los desafíos pequeños y grandes de este tiempo, conscientes de que todos pueden contribuir al bien; os hace también “ser para los otros”, con la generosidad que caracteriza toda vida entregada al Señor.
La pregunta que nos hacíamos antes no es nueva: ya Pablo VI en su primera encíclica (1964) la había presentado. Releemos un pasaje muy interesante: “¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero, ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos? […]Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir […] si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó”.
Hermanos, por lo tanto, antes de ser padres y maestros. ¿No es esto lo específico de la secularidad consagrada, que encuentra su fundamento en la vía de la encarnación seguida por Cristo, capaz de vivir en el mundo, sin perder
la propia diferencia y alteridad? No es casual que el mismo Pablo VI haya estimado tanto los Institutos seculares, los haya animado y, sobre todo, los haya ayudado con el propio magisterio a penetrar no sólo en su misión, sino en su misma identidad.
La secularidad consagrada expresa en el mundo de hoy la relación del Evangelio con el mundo, según la encarnación y el misterio pascual; anuncia y realiza la cercanía radical de Dios al mundo en Jesucristo, gracias a la acción
incesante del Espíritu. Vuestra vocación os llama a vivir como Jesús junto a los hombres y en comunión con el Padre. ¡Y los hombres con los que está el Señor no pertenecen a categorías privilegiadas, son hombres y mujeres comunes,
incluso pecadores! La secularidad consagrada consiste en esta doble pertenencia: ser habitado por el Señor Jesús, Hijo de Dios, y ser habitados −podríamos decir− por la humanidad. No se da una pertenencia sin la otra. Y tal pertenencia se hace, inseparablemente, pasión por el hombre y pasión por Dios. Diría que este aspecto no forma parte de vuestra misión, sino más bien de vuestra identidad. El magisterio pontificio lo ha repetido constantemente con
expresiones diferentes y cada vez más eficaces, a partir de Pablo VI, cuando subrayaba que vuestra inserción en las vicisitudes humanas es lugar teológico.
¡Hoy también podríamos decir que, por vocación vuestras vidas, lo ordinario de vuestras vidas, es evangelización!
Y aquí quisiera añadir una aclaración. Muchos de vosotros pertenecéis a institutos que tienen una misión específica, que, a veces, se expresa en obras que, con frecuencia, llegan a determinar vuestras vidas, un poco como ocurre
en los institutos religiosos. Justo en virtud de lo que hemos dicho hasta ahora, quisiera haceros una recomendación particular. También en estos casos, no olvidéis nunca que vuestra vocación y la posibilidad de dar el amor de Dios al
mundo, antes de pasar por una particular actividad, pasa por la normalidad, la cotidianidad de vuestras vidas. Cuanto más sepáis vivir las situaciones existenciales ordinarias de las otras mujeres y de los otros hombres, tanto más
seréis fieles a vuestra llamada. Las obras pueden pasar (así lo experimentamos hoy), también la misión puede cambiar para responder a nuevas exigencias; lo que tiene que permanecer siempre es la tensión por ser hombres y mujeres que comparten porque experimentan la vida de los hombres y mujeres de su tiempo. La vuestra es una vocación de compañía, os llama a ser compañeras y compañeros de viaje, podéis compartir las ansiedades y las esperanzas de las mujeres y hombres de hoy porque también existencialmente, diría casi al exterior, vivís como los hombres y las mujeres de hoy. La aportación de los Institutos seculares la veo fundamental también en referencia al contenido del anuncio. Y aquí me refiero a la segunda palabra sobre la que quiero detenerme: salvación. ¡La buena noticia que anunciamos es: Dios salva, no mata, no condena, sólo ama! Es el Evangelio de la vida el que queremos y tenemos que anunciar, el que Jesucristo nos ha dado a conocer con el misterio de su muerte y resurrección. Cuando hablamos de nueva evangelización, no podemos pensar ciertamente en una novedad de contenido, porque éste es el mismo ayer, hoy y siempre: el amor de Dios que por medio de su Hijo se ha hecho uno de nosotros y ha caminado con nosotros.
Hablar de Dios amor significa contar una experienHablar de Dios amor significa contar una experiencia, la experiencia de la que habla Juan en su primera carta: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó” (1 Jn 4, 10). Sólo si nos dejamos amar, sólo si nuestra vida entra en esa experiencia de comunión trinitaria y permanece como en un abrazo, podemos experimentar la salvación. Son palabras que pueden parecer casi sentimentales, pero en realidad se refieren a una verdad con frecuencia difícil de acoger. ¡Lo digo con palabras del Papa Francisco!: “Esto puede sonar como herejía, ¡pero es la verdad más grande! ¡Más difícil que amar a Dios es dejarse amar por Él! La manera de devolver tanto amor es abrir el corazón y dejarse amar. Dejar que Él esté cerca de nosotros y sentirlo cerca. Permitirle que sea tierno, que nos acaricie. Eso es muy difícil: dejarse amar por Él”
Me pregunto y os pregunto: ¿de dónde proviene la fatiga de dejarse amar por Dios? Pienso en el Evangelio que escuchamos hace algunos domingos, que habla de la mujer pecadora en casa del fariseo. Pienso en particular en la frase que Jesús le dirige al fariseo: “Por lo cual te digo que sus pecados, que son muchos, han sido perdonados, porque amó mucho; pero a quien poco se le perdona, poco ama” (Lc 7,47). Palabras que no pueden dejarnos indiferentes. Quizás la dificultad de dejarnos amar por Dios está en la idea que tenemos de Dios mismo. Pensamos en un Dios que nos quiere sólo porque somos perfectos o mejor, que nos quiere por nuestros méritos. Quizás nos
hayamos acostumbrado a algunos comportamientos o modos de ser, de forma que no logramos reconocer y por lo tanto, aceptar, algunos pecados nuestros. O quizás, sencillamente, no acogemos en lo profundo nuestra dimensión de
criaturas, que nos lleva a necesitar de Dios y por lo tanto, también de los otros.
Nos convertimos así en hombres y mujeres que no saben recibir. De este modo no sólo creamos distancia entre nosotros y los demás, sino sobre todo no dejamos entrever con nuestras vidas la belleza de nuestro Dios, que está
dispuesto siempre a acogernos sin reservas, si estamos dispuestos a pedir y a recibir su Amor.
Este es un riesgo que os puede afectar de cerca también a vosotros, consagrados seculares, que habéis sido formados para dar, dar y dar sin medida. Hoy es tiempo también de confrontarse con la capacidad de recibir, que no es sino la expresión de la humildad y de la pobreza existencial que nos caracteriza. ¿Y no es quizás esta condición la que os hace cercanos a cada hombre y mujer que encontráis en vuestra vida? Si sois capaces de vivir como criaturas, si sois capaces de pedir lo que no tenéis, si estáis dispuestos a recibirlo de Dios y de los otros, podéis hacer que los demás entren en contacto con la verdad de sí mismos, como vosotros, criaturas hambrientas de Amor.
En la medida en que vuestra formación alimente este camino, seréis testigos (no maestros) de misericordia y podréis construir comunión. Si es verdad que la misericordia presupone la humildad, también es verdad que no puede haber comunión sin humildad. Si lo pensamos bien, la cultura actual ha exaltado tanto el concepto de libertad personal, que cada uno se siente reforzado en sí mismo hasta el punto de creerse autosuficiente y por ello incapaz de comunión. Sin embargo, justamente en el corazón del hombre, tan centrado en torno a sí y en sus propias conquistas, que nunca como hoy se siente tan cercano a ocupar el puesto de Dios, es fácil entrever un gran vacío que se manifiesta en una necesidad de escucha y de acogida.
Que vuestras vidas sepan indicar el camino de un encuentro que puede dar sentido a las exigencias más profundas de la persona, sepan percibir las preguntas del hombre de hoy, también de las que no sabéis dar respuesta. Como recordaba Benedicto XVI el verano pasado: “Sean disponibles a construir, en unión con todos los buscadores de la verdad, proyectos de bien común, sin soluciones preconcebidas y sin miedo a las preguntas que quedan sin respuestas, y siempre prestos a poner en riesgo la propia vida, con la certeza que el grano de trigo, que cae en tierra, da mucho fruto (Cfr. Jn 12,24)”.
De aquí nace la esperanza, la tercera palabra que os propongo hoy. Un don de Dios que se comunica con nuestros gestos, nuestras palabras, nosotros mismos. Evangelizar significa ayudar al hombre de nuestro tiempo a “liberar” la
esperanza escondida; no un optimismo fácil, sino una actitud de confianza concreta y de abandono, propio de quienes −pequeños y pobres− ponen en Dios toda su esperanza.
En un tiempo de incertidumbre, de desesperación, este anuncio es fundamental y califica nuestra llamada: somos llamados a la esperanza para despertar la esperanza. La crisis económica que está atravesando vuestro país, como otros en Europa, ha dado a esta palabra un significado aún más realista: es fácil encontrar personas o familias enteras que, al perder el puesto de trabajo, han perdido la esperanza. Los rostros de estos hermanos nuestros se reconocen
enseguida, porque están apagados y tristes, no logran ver la vida como un regalo. No al azar el primer mensaje que el Papa Francisco dirigió a los jóvenes en la homilía del domingo de Ramos fue justo sobre la esperanza. Les dijo, y nos dice a cada uno: “Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, ¡no os dejéis robar la esperanza! Esa que nos da Jesús”.
Esta llamada manifiesta cómo el testimonio de los cristianos, animado de la esperanza, es decisivo para el mundo. Ya lo decía el apóstol en su primera carta escribiendo: “Estad siempre dispuestos para dar una respuesta a quien os pida cuenta de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15). Y esto se refiere de modo particular a vosotros consagrados seculares.
“Siguiendo el ejemplo de Cristo, sed obedientes al amor, hombres y mujeres de misericordia, capaces de recorrer los caminos del mundo haciendo solo el bien. En el centro de vuestra vida poned las Bienaventuranzas, contradiciendo la
lógica humana, para manifestar una confianza incondicional en Dios, que quiere que el hombre sea feliz”.
De este seguimiento bondadoso, obediente y humilde, mana la esperanza que engendra paz y gozo. Sí, gozo. También en las situaciones de mayor dificultad. Así lo recuerda el Papa Francisco: “El cristiano es un hombre y una mujer de gozo. Esto nos lo enseña Jesús, nos lo enseña la Iglesia, especialmente en este tiempo. ¿Qué cosa es, este gozo? ¿Es la alegría? No: no es lo mismo. La alegría es buena, ¿eh?, alegrarse es bueno. Pero el gozo es algo más, es otra cosa. Es una cosa que no viene por motivos coyunturales, por motivos momentáneos: es una cosa más profunda. Es un don. La alegría, si queremos vivirla en todo momento, al final se transforma en ligereza,
superficialidad, y también nos conduce a un estado de falta de sabiduría cristiana, nos hace un poco tontos, ingenuos, ¿no?, todo es alegría… no. El gozo es otra cosa. El gozo es un don del Señor. Nos llena desde dentro. Es como una unción del Espíritu. Y este gozo se encuentra en la seguridad que Jesús está con nosotros y con el Padre”. Esta fe es la que los hombres de nuestro tiempo esperan ver testimoniada. Y la vida de quién como vosotros ha puesto sus pasos sobre los de Cristo, pobre, obediente y casto, tiene que expresar concretamente la belleza del encuentro con el Amor de Dios, capaz de sanar todas las heridas, de ser bálsamo de consolación para todo llanto, hacerse compañero de cualquier soledad. El mismo amor que a cada uno de vosotros se os pide tener.
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