Viaje misionero a Roraima
Últimamente el Estado brasileño de Roraima ha hecho que se hablara mucho de él en los
periódicos y en los medios nacionales de comunicación con ocasión del reconocimiento de la
Tierra Indígena Raposa Serra do Sol, por parte de la Corte Suprema Federal. Un debate
vinculado a cuestiones importantes, entre las cuales la internacionalización de la selva del
Amazonas – el pulmón verde de la humanidad -, la soberanía nacional, el derecho de los
indígenas a vivir en paz en sus territorios ancestrales1. Dichas discusiones han evidenciado
los conflictos existentes, desde hace mucho tiempo, entre los grandes productores agrícolas
y los pueblos indígenas, entre la acción política regional y la de la Iglesia católica, que con
frecuencia es criticada y hasta perseguida, porque defiende los derechos de los que no tienen
voz: los indios, los pequeños productores rurales y los trabajadores de las ciudades.
Roraima se encuentra en el norte de Brasil, en plena selva amazónica y es como un gran
mosaico de cultura y de diversidades étnicas, que se formó a través de un proceso histórico
que tuvo su inicio en el siglo XVIII. Este territorio hoy hospeda, además de sus ciudadanos
autóctonos, muchos inmigrantes e hijos de inmigrantes que proceden de varios Estados de
Brasil, sobre todo de las regiones del nordeste y del sur.
La naturaleza que configura el escenario de Roraima es como un inmenso mosaico:
bosques, montañas, selva virgen, lagos, riachuelos y largos cursos de agua como el imponente
Rio Branco, río de agua clara que atraviesa todo el Estado para convertirse después en uno
de los principales afluentes de Rio Negro.
Esta gran fiesta de la diversidad, que la fauna y la flora nos presentan, es sofocada muchas
veces por intereses individuales y egoístas, que no sólo perjudican el ambiente, sino que
llegan a no reconocer a los seres humanos en su originalidad, cultura y hasta en su misma
existencia. Quizás, a veces es más fácil acoger y admirar la variedad de la naturaleza, que
acoger y admirar la diversidad del hombre.
También yo soy originaria de Roraima, de donde salí hace unos ocho años para seguir mi
vocación como misionera secular escalabriniana. Durante este período he podido realizar en
mi vida algunos pasos de éxodo, caminando, emigrante con los emigrantes, en el
seguimiento de Jesús en la vida consagrada, con los votos de pobreza, castidad y obediencia
que pronuncié en el 2005, en Solothurn, Suiza. Aquel día recibí mi primer envío misionero,
que hoy me llama a vivir en San Paolo, en el Centro Internacional de Formaçao para Jovens
Ecalabrinos.
En el Centro Internacional compartimos la sed y búsqueda de los jóvenes, que poseen
tantos recursos y expectativas, pero que a veces son oprimidos por la difícil búsqueda de un
trabajo y se encuentran desorientados por el movimiento frenético y fragmentado de la
ciudad. Como en un laboratorio, tratamos de vivir la acogida de la diversidad, partiendo de
la experiencia de que en primer lugar es Dios quien acoge y ama a cada uno de nosotros
dando sentido a nuestra existencia.
Durante estos años he podido encontrar inmigrantes y refugiados en la Casa do Migrante
de los misioneros escalabrinos, a través del servicio de un curso de portugués. Otra ocasión
para vivir la colaboración con los misioneros fue la presencia en el Instituto Cristóbal Colón,
donde he enseñado religión a los niños que se hospedan en aquella casa, y que provienen de
familias en dificultad de los barrios más pobres. Estos chicos llevan consigo muchas heridas
y sufrimientos, pero están llenos de vida y de deseo de amor. Es un gran don y una
responsabilidad poder cultivar en ellos la confianza y la esperanza en Dios y en los demás,
para que puedan construir el propio futuro.
Después del doctorado en Lengua portuguesa, comencé hace dos años un “master” en el
campo de la comunicación social. La tesis, en la que estoy trabajando, tiene como título:
“Los pueblos indígenas en el discurso de los medios de comunicación” y considera la difícil
realidad de los indios en Roraima. Desde los tiempos de la colonización hasta hoy, estos han
permanecido hombres sin voz y sin derecho a la tierra. Sus puntos de vista no tienen espacio
en los medios de comunicación, y lo que de ellos conocemos nos viene transmitido por otros:
por los políticos, por los grandes latifundistas y por los medios de comunicación. Es una
condición propia también de otras muchas minorías portadoras de diversidad, entre ellas los
inmigrantes, cuya imagen construyen con frecuencia los medios de comunicación basándose
en intereses políticos y económicos.
La región amazónica, donde nací y crecí, y la megalópolis de San Paolo, donde he sido
enviada como misionera, son dos contextos muy diversos, pero ambos atravesados por
realidades contrastantes y dolorosas. Realidades que piden respuestas coherentes con la fe
cristiana: la opción en favor de los menos afortunados y de los que no tienen derechos, la
búsqueda de vivir el Evangelio en las situaciones de injusticia social y la elección de la
fraternidad con todos.
Seguir la propia vocación de consagración a Dios no significa alejarse de la realidad
histórica o ser indiferentes ante ella, sino que quiere decir dejar que el protagonista de mi
historia y de nuestra historia sea el mismo Dios Padre. Él desea realizar, también a través de
nosotros, su reino de justicia y de paz. Adhiriendo a su proyecto de amor, puedo entregarle
mi vida, mi pueblo, toda la humanidad y las situaciones de injusticia que tienen necesidad de
una respuesta evangélica radical. La oferta total de mi misma y del mundo a Él abre la
posibilidad de participar en el movimiento imparable de amor que cada día recibimos en la
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Eucaristía, un movimiento de transformación que puede penetrar todo y arrojar luz sobre las
acciones y acontecimientos de cada día.
Durante estos años de camino misionero, he podido contemplar muchos signos de la
presencia de Dios. Uno de estos ha sido el viaje que, juntamente con otras cuatro misioneras,
he realizado recientemente a Roraima, con ocasión de un gran Congreso juvenil organizado
por la Diócesis.
En la espiritualidad del éxodo, compartiendo la experiencia viva de los emigrantes, nunca
se retorna al propio lugar de origen como se estaba antes. Ha sido precisamente esto lo que
he vivido. Mi viaje a casa ya no era un hecho individual, sino un envío comunitario. Y
también la acogida de mi familia y de la Iglesia local se ha alargado a toda mi comunidad:
una expresión del gran amor de Dios que nos une, más allá de la pertenencia de sangre y de
cultura, porque nos convertimos en su familia divina en la diversidad de nuestros dones.
Hemos encontrado una Iglesia viva, joven y activa que, a pesar de los desafíos y de las
contradicciones, camina testimoniando una dimensión misionera de 360°, tanto en la capital
como en las pequeñas ciudades dispersas por el vastísimo territorio de Roraima. También
esto es fruto de la presencia Dios que conduce la historia de su pueblo: la diócesis ha
acogido numerosos misioneros procedentes de diversas partes del mundo y de Brasil,
dispuestos a colaborar con la Iglesia local.
Mi visita a Roraima me ha hecho recordar un encuentro realizado, hace años, con el obispo
de la diócesis, Don Roque Paloschi, que me ha marcado profundamente. El obispo me habló
de los misioneros que estaban presentes en la diócesis y del trabajo que realizaban, y añadió:
“Hija mía, nuestra tierra ya ha acogido muchos misioneros y misioneras que han dado y
continúan dando la vida por el Reino de Dios. Tú eres nuestra pequeña respuesta que dice que
podemos ofrecer nuestra pobreza. Sigue el camino que Dios te ha indicado y para el que te ha
llamado. Pero acuérdate siempre de buscar la santidad, esto es lo que Dios quiere de nosotros”.
Acogí estas sabias palabras como un verdadero y auténtico envío misionero, con la misma
profunda alegría que me había hecho abandonar Roraima para caminar, no sólo con mi
pueblo, sino con todos los pueblos y, con un corazón universal, acoger el dolor y las
esperanzas del mundo con la certeza de que es Él, Jesucristo, el Señor de la historia de todo
hombre.
Él está presente, más que nunca, con su Santo Espíritu, amor creativo de Dios, que quiere
formar de todos los pueblos una sola familia, unida en la diversidad, y pide nuestra
disponibilidad cada día.
Elisangela
E-DIALOGUE, Nr 5 ano 2010, CMIS, Conference Mondiale Instituts Seculiers
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