martes, 16 de octubre de 2012

Mons. Bruno Maggioni nos estimula a volver a partir desde Cristo desde los orígenes de la misión ad gentes

Hola,
les comparto un artículo que me ha gustado mucho, más aún porque escrito por un obispo... ojalá todos los "pastores" tuvieran este enfoque de la misión Ad gentes.
Buena actividad en esta semana del DOMUND.
Saludos. Teresa Zenere 

Volver a partir desde Cristo:

En los orígenes de la misión ad gentes

 

 

 

 

 

 

Los  Evangelios nos dicen que la tensión misionera está inscrita en el acontecimiento mismo de Jesús.  Pertenece al indicativo de la revelación, más que a los imperativos de la respuesta.  Por tanto, la misión no se ubica primero en el capítulo de los deberes ("vayan a todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura…"), sino en el capítulo mismo que narra lo que Dios ha hecho por nosotros. 

El lugar más claro en que aparece la figura evangélica de la misión es el rostro de Dios revelado por Jesús. Leída a la luz del Crucificado, la misión adquiere unos contornos muy precisos.  Jesús se reveló a sí mismo haciendo misión.  Entender la misión no es otra cosa respecto a la comprensión de Jesucristo, ni otra cosa respecto al ser "siervo" del Señor Jesús.

Jesús no sólo anunció el Reino, sino que lo mostró en la concreción de su existencia.  La vida de Jesús fue el espejo del Reino: de su presencia y de su figura.  Subrayo la figura: la presencia y la acción salvífica de Dios (esto es, justamente, el Reino) se manifestaron en el acontecimiento de Jesús con rasgos de sorprendente novedad.  Nuevos, por ejemplo, son los rasgos de la misericordia y de la universalidad.  Para mostrar la presencia y la figura del Reino de Dios, Jesús acogió, sirvió y perdonó.  Esta praxis, que Él mismo indicó como el espejo del amor de Dios frente al hombre, estuvo siempre caracterizada por la acogida de los excluidos, comenzando por los pecadores.

En la misericordia de Jesús está incluido también el rasgo de la universalidad. La acogida de Jesús supera, en efecto, toda diferencia entre los hombres y abate cualquier barrera de marginación.  Es cierto que Jesús no recorrió el mundo entero, pero derrumbó los obstáculos que encontró en su pequeño mundo.  Y esta es misión universal.  Se comprende porque Jesús –al enumerar los signos de la pertenencia al Reino- incluyó también este: "Fui extranjero y me recibieron".

El reino de Dios es misionero en su raíz.  Si faltara la nota de la universalidad, ya no sería el reino de Dios en toda su verdad. La tensión universal –una nota que debería aparecer, en la medida de lo posible, incluso en los gestos pastorales más comunes, si estos quieren ser evangélicos- es un requisito de la naturaleza del Reino.  La universalidad es un rasgo esencial que identifica al verdadero Dios que se ha revelado en Jesucristo.

Me permito insistir.  Si queremos comprender el camino de Jesús, sus opciones y su meta, hay que partir de la misión entendida como constante preocupación por todos, incluidos los lejanos.  La venida de Jesús –"para esto he venido"- está constantemente expresada hacia la universalidad (Mc 1,38; 2,17; 10,45).  Según Mc 1,38, y más claramente en Lc 4,42-43, no se puede "retener" a Jesús, ni una gran multitud puede hacerlo, aunque todos lo busquen.

Pero si la primera coordenada de la vida de Jesús fue la misión, la segunda fue la comunidad.  Jesús reunió en torno a sí un grupo de discípulos para que "estuvierancon Él".  A este grupo Jesús brindó tiempo y cuidados, pero su preocupación no dejó de ser siempre por todos.  No se ve un antes y un después en la preocupación de Jesús.  Esto significa que Él pensó en el grupo en función de la misión, no al contrario.

Si la primera coordenada es la misión y la segunda la comunidad, la tercera es la comunidad en misión, ante la multitud y para la multitud.  Los evangelios documentan con claridad que Jesús llevaba al grupo en misión. La comunidad de los discípulos es itinerante como el Maestro. Jesús y los discípulos están continuamente ante la multitud. De este modo, Jesús superó pronto la vieja lógica –dura de morir- del antes y el después: primero la formación del grupo, luego su envío a la misión.  Jesús, desde el comienzo, va a los lejanos con el grupo de los cercanos.  No se trata de una técnica pedagógica, sino de una cuestión de identidad: si la comunidad no va a la misión, si no está siempre ante la multitud, muestra que no ha entendido ni acogido el acontecimiento de Jesús ni se hace signo de tal hecho en el mundo.

En el Evangelio de Marcos (3,14-15) se lee que Jesús "escogió a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar".  El "estar" no es la premisa del "envío", sino mucho más. La relación entre los dos momentos es constantemente circular.  Estando con Jesús se comprende la necesidad de ir: por qué ir, a dónde, para cuál anuncio.  Al ir estamos verdaderamente en compañía de Jesús: su vida es itinerante, sin morada fija.

La universalidad está en el corazón del acontecimiento de Jesús: el Crucificado es el Hijo de Dios que muere por todos y el Resucitado es el Señor del mundo.  Si se olvida la nota de la universalidad, se traiciona profundamente la memoria de la muerte y resurrección del Señor.  Sin olvidar, naturalmente, que cruz y resurrección están estrechamente unidas: el señorío de Cristo –que se testimonia en todo el mundo, es el mismo esplendor del amor de Dios –dedicación, servicio, perdón, pobreza- en el crucificado.  Sin embargo, no basta estar presentes en todas partes para ser universales, católicos: se requiere una presencia con precisas modalidades.

Me parece importante insistir en la universalidad.  Se trata de una nota que caracteriza al verdadero Dios, como la misericordia y la bondad.  Si falta esta nota no se puede ya hablar de la figura del Dios de Jesucristo.  El "para todos" es la dirección obligada para que cualquier gesto pastoral pueda decirse evangélico.  Entonces, ya no se puede pensar en la misión ad gentes como el punto de llegada de otros momentos de la pastoral, como si fuera la última etapa, sino el horizonte a partir del cual comprender toda forma de pastoral y configurarla correctamente.  Elad gentes –con sus notas de universalidad, anuncio e inculturación- es el paradigma de la pastoral.  No hay "cura de almas" que pueda volcarse sólo hacia dentro y detenerse en lo local.

Misión ad gentes dice un modo de hacer misión, no sólo ni ante todo un lugar donde hacer misión. Más bien, dice un modo de hacer sencillamente pastoral, y un modo de ser Iglesia.  La nota constante es el "para todos" y el ir más allá.  Ad gentes expresa una tensión y una modalidad.

Algunos desafíos: ¿por qué el "Ad gentes"?

Intentemos ahora situar el discurso más en su vertiente práctica, para buscar al menos aclarar algunos "lugares comunes" y responder a los desafíos dirigidos a los misioneros por parte de los cristianos y de la gente.  Esta, por lo menos, es la intención, y la mirada sigue firme en el acontecimiento cristológico.

Escucho, por ejemplo, que la comunidad primero debe hacerse madura, adulta y fuerte en la fe para luego encaminarse hacia la misión, salir hacia los lejanos.  Ciertamente, hay mucha verdad en esta convicción.  El imperativo "síganme" (Mc 1,17) es un presente: dice algo que debe ocurrir pronto.  "Los haré pescadores de hombres" es, en cambio, un futuro.  Sin embargo, la relación entre los dos momentos es mucho más estrecha de lo dejan suponer los tiempos verbales.  Ir tras Jesús es –desde ya- una tendencia a la misión.  En efecto,desde el comienzo el grupo de los discípulos, esitinerante como el Maestro, constantemente ante las multitudes y para ellas.  Jesús llevó al grupo a la misión, sin esperar que se hiciera numeroso o adulto en la fe.  Jesús "escogió doce para que estuvieran junto con Él y enviarlos a predicar" (Mc 3,14-15): el "estar" no es la premisa del envío: indica más bien el modo de ir, no solos, sino en compañía del Maestro. Al ir, estamos en compañía de Jesús: su vida es, en efecto, itinerante y misionera.  La conclusión es sencilla: ¿cómo ayudar a una comunidad a hacerse adulta sin abrirla desde el comienzo al testimonio y a la misión?  ¿Y cómo puede una comunidad abrirse a la misión sin un pastor que- caminando al frente de su rebaño- piensa en las ovejas que no están aún en el redil (Jn 10,16)?  El pastor evangélico no está continuamente contando las ovejas, sino que piensa también en las otras.  Así, y sólo así, ayuda a sus fieles a hacerse adultos y responsables.

Escucho decir a menudo: la misión es, ante todo, aquí, en nuestras parroquias, en nuestros ambientes.  La emergencia es aquí.  Es inútil recordar que en esta afirmación hay una parte de verdad.  Sin embargo, la lógica evangélica no se deja, tampoco en este aspecto, encerrar en un antes y un después.  Es una mentalidad judaizante que Pablo superó muy pronto.  Muchos cristianos, a veces también pastores, parecen judaizantes.  Sería peor si el antes y el después escondieran una estrategia: primero aquí, porque es la parte importante del mundo; evangelizada ésta, será más fácil evangelizar en otra parte.  Pero esta es una estrategia que pertenece más a la lógica política que a la lógica evangélica de la misión.  Para el Evangelio, Dios no hace diferencias: no hay pueblos antes o después, hombres que cuentan y otros que no.  Y si la comenzamos desde aquí, digámoslo claro, que sea misión y no conservación.  La verdadera misión es un movimiento imparable: desde donde quiera que se comience, rompe los límites y rehúye las estrategias de los hombres.  En todo caso, cualquier pastoral misionera local no podrá dejar de mirar más allá.  Es cierto: no todos pueden ni deben ir, pero todos –probablemente- deberían cultivar una cierta disponibilidad a hacerlo, ciertamente todos deben mirar más allá.

Escucho decir: ¿Por qué tanta insistencia en partir desde los últimos?  Dios no hace diferencias. El Evangelio no discrimina.  ¿Por qué no partir de los primeros?  Si se quiere cambiar el mundo, ¡partir de los primeros puede ser la opción más productiva!  Tampoco estas valoraciones carecen de verdad.  Dios ama también a los primeros, no sólo a los últimos.  Sin embargo, es muy cierto que la universalidad evangélica comienza desde abajo, desde los últimos.  Ciertamente Jesús también frecuentó a los ricos, sólo porque eran amados por Dios y necesitaban la salvación como todos, no por su prestigio, su fuerza o su influencia.  Dios no discrimina, pero sí tiene sus predilecciones.  Hay prioridades que dividen y prioridades que unen.  La predilección por los últimos no introduce diferencias, al contrario las elimina.  Dios tiene predilección por los últimos porque están al margen, y no es justo que lo estén.  La predilección por los últimos es profundamente evangélica y misionera, del todo gratuita, nada estratégica.  Es revelación del amor de Dios, no cálculo pastoral, como si se mostrara predilección por los últimos porque sean más numerosos o estén más abiertos al anuncio o porque pueden convertirse en una fuerza de cambio.  Nada de esto: no hay predilección por los pobres para afirmarse o contar, sino únicamente para mostrar a todos –pobres y ricos- que Dios ama a cada hombre sin diferencias.

No olvidemos, finalmente, que Jesús –figura del reino de Dios- se ha colocado en el número de los últimos: su bautismo, sentarse a la mesa con los pobres, ser buscado por ellos, su muerte atroz "fuera" de la Ciudad Santa.  La suya fue una opción teológica de revelación, no ascética.  Quizá podemos hablar también de opción hermenéutica: una posición que capacita para ver el mundo desde la parte justa, como lo ve Dios.

Y también escucho decir: "Debemos ser visibles".  De acuerdo, pero ¿cuál visibilidad?  ¿Visibles para mostrar qué?  ¿Visibles mediante cuáles signos?  Visibles en todo lugar, ¿pero cómo?  No basta ser visibles en todo lugar, como ya hemos señalado, para ser católicos.  Lo somos -¡aunque estemos en un solo lugar!- cuando hacemos propia la visibilidad de Jesucristo, cuyos signos fueron la itinerancia, la acogida a los últimos, la caridad fraterna, el lavatorio de los pies, la cruz.  Sé bien que ahora, en el tiempo de la Iglesia, el Cristo es el Resucitado glorioso.  Pero la resurrección es la gloria del crucificado, no de otro.  Los rasgos revelados por el crucificado se han hecho espléndidos, reconocibles, victoriosos, pero siguen siendo los mismos.  ¡La resurrección no borra la cruz!  La cruz no es un camino que me hace entrar en una condición regida por una lógica distinta de la dedicación.  En todos los casos, Pablo evangeliza con la Palabra de la Cruz (1Cor 2,2).  La Eucaristía es para Pablo el anuncio de la muerte del Señor (1Cor 11,20).  Juan dice: "Cuando sea elevado, atraeré a todos hacia mí".  En esta línea de pensamientos, merece una observación adicional también la universalidad, palabra que vuelve continuamente en nuestro discurso.  La universalidad es la dirección obligada de la misión, pero no es la raíz que la sostiene y de la cual brota.  No se hace misión para ser numerosos y estar en todas partes, sino para revelar un amor gratuito de Dios que es ya universal.  La misión es dar, no atraer.  La misión es, en primer lugar,  revelar, no convertir.

Escucho hablar mucho de inculturación, y es justo.  La misión evangélica no salta la modernidad y su complejidad.  Sin embargo –y el mismo evangelio nos lo dice- no debemos olvidar que hay necesidades que atraviesan todas las culturas.  Son los "llamados" que pertenecen al hombre de todas las culturas.  Estos lugares transversales son los primeros lugares de la evangelización.  La cananea era extranjera y de otra religión, pero tenía una hija enferma, y la Samaritana buscaba el agua… Y esta necesidad es para Jesús el punto de encuentro.  Esta sensibilidad a las necesidades transversales del hombre abre el espacio para la así llamada misión "por contagio", que el evangelio bien conoce.  Así los primeros discípulos en el evangelio de Juan, así la mujer de Samaria.  La primera de estas necesidades transversales, la que Jesús nos invita a enfrentar, es la necesidad de amor, la necesidad de salir de la propia soledad.  Aquí radica la connivencia entre el hombre y la salvación de Jesús.  Es una connivencia que precede a la misión, porque es estructura de creación.  La necesidad de amor invoca la misión.

Escucho, finalmente, repetir: ¿por qué la misión?  Pregunta justa, pero interrogarse sobre el porqué de la misión puede significar que no es ya evidente la experiencia del encuentro con Cristo, que está en la raíz de toda tensión misionera.  Cuando disminuye la tensión, aumentan las tensiones.  Es un dato histórico admitido por todos, que los primeros cristianos eran fuertemente misioneros, convencidos de que tenían que llevar al mundo una noticia esperada.  No siempre, sin embargo, se observa que esta vitalidad no nacía, ante todo, del encuentro con las circunstancias de los hombres de la época, sino de la experiencia de su personal encuentro con Jesucristo. Aquí encontraron una noticia que los fascinó, les cambió la vida y, en cuanto nueva y sorprendente, cambió también profundamente su espera.  Entendieron que el evangelio es para el hombre, para todo hombre. La urgencia de la misión nace de dentro, y la misma convicción –sin la cual la misión cae- de que Cristo es esperado por cada hombre no puede sino brotar de la propia experiencia del encuentro con Él.  Desde dentro de la propia fe, el cristiano comprende que la espera de Cristo es profunda, aunque a menudo genérica e informe, oculta detrás de las expectativas.  Es el encuentro con el Evangelio el que la libera, dándoles una figura precisa.  Cuanto más claro y profundo es su encuentro con Cristo, tanto más puede ver el misionero los signos de su espera en el mundo, brota la verdadera pregunta detrás de las muchas preguntas y comprende que anunciar a Cristo no es anunciar a un extraño, sino a un esperado.  La respuesta al "porqué" de la misión, madura y se hace urgencia dentro de la propia y personal experiencia del encuentro con Cristo.  Las reflexiones teológicas sirven para purificar este impulso interior, pero no bastan para suscitarlo.

Para terminar, quiero detenerme un instante sobre la experiencia personal de Pablo.  En su discurso a los ancianos de Éfeso, compara su aventura misionera con una carrera (Hch 20,24).  Por su naturaleza, la Palabra de Dios corre.  Si no corre, no es tal.  Hay quien, como Pablo, ha encontrado la Palabra y ha quedado fascinado, corre como un atleta en el estadio: corre sin distracciones, sin ningún peso, porque pertenece a la Palabra. No es Pablo quien hace correr a la Palabra, sino la Palabra la que hace correr a Pablo.

La "condición fisiológica" del cristiano –más allá de toda discusión y disquisición teológica –radica en pertenecer por completo a la Palabra.  Como el atleta en la carrera.  Ligereza y concentración, éstas son las virtudes del atleta que corre.  Y son las virtudes del misionero.

                                                                       Mons. Bruno Maggioni

 

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