lunes, 27 de septiembre de 2010

MISIÓN, CUESTIÓN DE AMOR

Estimadas/os amigas/os,

Les comparto dos artículos de nuestro boletín, me parecen buenos e interesantes, para leerlo y compartirlos en sus actividades apostólicas…

Buen octubre misionero…  Saludos,

Teresita Zenere, misionera secular comboniana

 

MISIÓN, CUESTIÓN DE AMOR

 

En este mes de octubre, como texto para el retiro proponemos una reflexión del padre Antonio Rovelli, misionero de la Consolata.

A partir de la problemática moderna y de los interrogantes acerca de cómo hacer conocer el amor de Dios y el mensaje de Jesús, se reafirma que sólo dejándonos conformar con Cristo, hasta asumir su mismo sentir, podremos anunciar a Jesucristo y no a nosotros mismos, porque la evangelización puede realizarse sólo según el estilo del Señor Jesús.

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Quisiera hablar de la “misión como cuestión de amor” teniendo en la mente los campos de refugiados en Darfur, los tugurios de Nairobi, la guerra del Congo, los subterráneos descubiertos en Milán,  en vía Mac Mahon, 77, donde decenas de chinos vivieron como sardinas enlatadas y, además, pagando un alquiler.

Y luego reflexionar juntos sobre el miedo a los “inmigrantes” considerados como una amenaza, el desalojo de los campos gitanos y las rondas para la seguridad de los ciudadanos. Y luego acerca de las personas solas que habitan nuestras ciudades, los vínculos familiares que se deshacen, la solidaridad mostrada sólo “a distancia” a través de mensajes sms, la crisis financiera que dejará en la calle a millones de obreros y a sus familias, las jóvenes “extranjeras” obligadas a prostituirse en nuestras calles.

LC405Todos somos consumidores, incluso del amor y de los sentimientos ajenos. Como prisioneros de una fiction global, mientras la gente sufre, y en África se muere de hambre, poblaciones enteras son arrojadas a los márgenes de la opulencia, hablamos de un cuarto de la humanidad que se permite el lujo de alcanzar metas inesperadas en la tecnología, pero que no está en capacidad de alimentar a la población del planeta.  Una sociedad que hace espectáculo de los individuos, como si todos estuviéramos inmersos en un gran reality show, que aprisiona nuestras mentes y adormece nuestros corazones.

En esta sociedad posmoderna, en un mundo que globaliza la pobreza, el hambre y las injusticias, como misionero me pregunto: ¿Cómo proclamar el amor de Cristo por la humanidad? ¿Con qué gestos puedo mostrarlo? ¿Cómo manifestar a los hombres y mujeres de nuestros tiempo que son hijos e hijas de Dios, amados por un único Padre “bueno y rico en misericordia, lento a la ira y grande en el amor, Dios fiel?” (Sal 85,15).

 

En el seguimiento de Cristo misionero

La presencia segura del Espíritu nos recuerda constantemente cómo sólo dejándonos conformar con Cristo, hasta asumir su mismo sentir (cfr. Fil 2,5), podemos predicar a Jesucristo y no a nosotros mismos.  La evangelización puede realizarse sólo según el estilo del Señor Jesús, “el primero y más grande evangelizador”.  Los Evangelios nos muestran claramente cómo la tensión misionera está inscrita en el acontecimiento mismo de Jesús.  Pertenece al indicativo de la revelación, no ante todo a los imperativos de la respuesta. Así, la misión no se ubica en el capítulo de los deberes (“Vayan por todo el mundo a predicar el Evangelio a toda criatura…”), sino en el capítulo mismo que cuenta lo que Dios ha hecho por nosotros.

La vida de Jesús fue el espejo del Reino: de su presencia y de su figura. Para mostrar la presencia y la figura del Reino de Dios, Jesús acogió, sirvió y perdonó.  Esta praxis, que Él mismo indicó como el reflejo del amor de Dios hacia el hombre, estuvo siempre caracterizada por la acogida a los excluidos, comenzando por los pecadores.

En la misericordia de Jesús está encerrado también el rasgo de la universalidad.  La acogida de Jesús supera, en efecto, toda diferencia entre los hombres, derriba toda barrera que margina.  Es cierto que Jesús no recorrió el mundo entero, pero abatió las fronteras que encontró en su pequeño mundo.  Y ésta es misión universal.  Se comprende porque Jesús –queriendo enumerar los signos de la pertenencia al Reino- incluyó este: “Fui extranjero y me recibieron”.  El Reino de Dios es misionero en su raíz.  Si faltara la nota de la universalidad, ya no sería el Reino de Dios de verdad.  La tensión universal –una nota que debería aparecer, en la medida de lo posible, incluso en los gestos pastorales más comunes, si estos quieren ser evangélicos- es una exigencia de la naturaleza del Reino.  La universalidad es un rasgo esencial que identifica al verdadero Dios que se ha revelado en Jesucristo. La universalidad está en el corazón del acontecimiento de Jesús: el Crucificado es el Hijo de Dios que muere por todos, y el Resucitado es el Señor del mundo.  Si se olvida la nota de la universalidad se traiciona profundamente la memoria de la muerte y resurrección del Señor.  Sin olvidar, naturalmente, que cruz y resurrección están estrechamente unidas: el señorío de Cristo –que se testimonia en todo el mundo- no es diferente al esplendor del amor de Dios (dedicación, servicio, perdón, pobreza) reflejado en el Crucificado.  No basta estar por todas partes para llamarse universales, católicos: se necesita una presencia con modalidades precisas.

 

Misión con una dimensión “humana”

La cruz es el resultado de la existencia vivida por el Hijo de Dios bajo el signo del amor.  Ésta no tiene sentido en sí misma, sino que tiene su contexto en la entera vida de Jesús de Nazaret y toma su significado de Aquel que está allí clavado.

Hay que afirmar con fuerza que no es la cruz la que ha hecho grande a Jesús, sino que es Él quien le ha conferido significado y grandeza. Decididos a afirmar que Jesús vino al mundo para salvar a los hombres mediante la muerte en la cruz, muchos cristianos parecen poner en segundo plano u olvidar del todo que Jesús es la Palabra hecha carne, es el Hijo venido entre los hombres para compartir su humanidad y narrar el amor de Dios viviendo esta humanidad en su plenitud.

Los Evangelios, aun con la sobriedad que los caracteriza, nos presentan retratos de su existencia como “buena”, de su obrar el bien, de su paso por entre los hombres realizando el bien y la justicia, encontrando y curando a los enfermos, anunciando la comunión con Dios a los excluidos y a los últimos, y mostrando la misericordia y el amor gratuito de Dios hacia los pecadores.

La vida de Jesús fue una vida humanamente bella.  Jesús vivió la sobria pobreza, la pobreza bella, que no resbala en la miseria, ni afea.  Jesús vivió su misión dejando espacio a las relaciones humanas de amistad; gustó la compañía; reunió en torno a sí hombres y mujeres con los cuales vivir la comunión fraterna en el anuncio de la cercanía del Reino, y estableció vínculos particularmente intensos con algunos de ellos, como Pedro, Santiago y Juan.

Sólo restituyendo a Jesús la magnitud cotidiana de la existencia vivida, su raigambre en un ambiente social, familiar y religioso preciso, para recuperar la vivencia de Jesús de Nazaret, se puede liberar una espiritualidad que se inspira en “incrustaciones” moralistas, devocionales y pietistas.  Es importante recordar todo esto para que la evangelización no se haga árida, sino que respire a pleno pulmón, para que el Evangelio no se reduzca a la pura dimensión moral o legal; para que la espiritualidad cristiana no decline en oposición a la realidad humana y material.

Hay que recuperar el sentido humano, humanísimo, de la vida consagrada, del seguimiento de Cristo, el cual no se puede reducir a un respeto a las normas, a un afanarse todo el tiempo, a una actividad pastoral frenética, sino que exige la gratuidad del amor.  Esto para que, a través de nosotros y de nuestro testimonio, el Evangelio no se vuelva sal insípida, sino que conserve su sabor; y no apague su luz, sino que siga iluminando.

 

La calle y la mesa

immagine%203Las cosas más bellas de los Evangelios ocurren en lugares absolutamente “laicos”: la mesa y el camino. Jesús en la mesa hace las mejores cosas: bastaría reseñar sus banquetes, desde Caná hasta la última cena, pasando por la multiplicación de los panes o la fiesta en casa de Mateo el publicano, para darse cuenta de la belleza y de la intensidad de los encuentros durante las comidas de este “comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34).

Otro lugar privilegiado para el encuentro con Jesús es el camino: aquel en que encuentra a Zaqueo, o a los leprosos, o al ciego; aquel que recorre enseñando o curando; aquel que lo lleva a Jerusalén, donde finalizarán sus días.  Jesús sabe qué es el camino.  Comenzó a moverse antes de nacer, en el seno de su madre: viajó a casa de Isabel y al pesebre de Belén; escapó a Egipto, caminó por Palestina y subió al monte.  Y si no tiene “dónde reclinar la cabeza”, no le falta un camino por el cual andar. Jesús es un peregrino, un viajero.  Tiene el camino en la sangre. Y por el camino encuentra a la gente, cura, se conmueve, predica, orar y sacia el hambre de la multitud.

 

El mandamiento nuevo

En la cena de despedida, la última antes de su muerte, Jesús realiza un gesto conmovedor, del todo inesperado: lava los pies de sus discípulos (cfr. Jn 13,1-20).  Es un gesto que revela el sentido de la pasión inminente y, al mismo tiempo, traza el camino de la Iglesia en el mundo: “Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo” (Jn 13,15).  Jesús da a sus discípulos el mandamiento nuevo, es decir el mandamiento que expresa toda la novedad cristiana: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros; así como yo los he amado, ámense los unos a los otros.  Por esto sabrán que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros” (Jn 13,34-35).  El amor de Cristo es el modelo y la medida, la raíz y el horizonte del amor recíproco.

La Iglesia, si quiere ser en el mundo el signo del verdadero Dios, debe “servir” y debe vivir un “amor fraterno” que no se cierre en sí mismo, sino que sepa hacerse visible a todos y un don para todos.  La nota característica del amor cristiano no es el intercambio, sino la gratuidad y la universalidad.

Se levantó de la mesa” (Jn 13,4). Todos sabemos que el evangelista Juan, a cambio de la institución de la Eucaristía, como en los sinópticos, narra el episodio del lavatorio de los pies en el contexto de la última cena.  Este gesto significa que, si no nos “levantamos” de aquella mesa, todo servicio nuestro es superfluo, no sirve de nada.  Digamos la verdad: quizá hacemos un gran servicio a la gente, una diaconía, pero a menudo es una diaconía que no hace parte de “aquella” mesa.  Sólo si partimos de la Eucaristía, de “aquella” mesa, lo que hagamos tendrá la firma de autor del Señor.  Si no partimos de la Eucaristía, de “aquella” mesa, lo nuestro es puro activismo, sobrecarga de cosas.  Haremos obras de caridad, pero sin la caridad de las obras.  Las obras de caridad no bastan, si nos falta la caridad de las obras.  Si falta el amor del cual parten las obras, si falta la fuente, si falta el punto de partida que es la Eucaristía, todo empeño, toda actividad o iniciativa se convierte sólo en un carrusel de cosas.

Se levantó de la mesa” significa la necesidad de la oración, del abandono en Dios, de una confianza extraordinaria; de cultivar la amistad con el Señor, de poder hablar de “tú” a Jesucristo, de poder ser sus íntimos.  Si nos separamos de Cristo, damos la impresión de ser sólo representantes de un producto, que ubican las cosas sin mucha convicción, sólo por motivos de supervivencia.  A veces nos falta este vínculo profundo con el Señor.  Algunas veces nos aferramos a Dios, pero no nos abandonamos.  Un abrazo de miedo es diferente a uno de amor.  Abandonarse quiere decir dejarse acunar en Él, dejarse llevar por Él diciendo simplemente: “Señor mío, ¡te amo!”

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Jesús se sienta a la mesa con los pecadores

La tradición sinóptica es unánime al recordar que Jesús se sentaba a la mesa y comía con los pecadores, aceptando su hospitalidad (cfr. Mc 2,15; Mt 9,10; Lc 5,29).  Sentarse a la misma mesa era considerado como un signo, quizá el más profundo, de comunión.  Es el mismo signo que Jesús escogerá para expresar su comunión con los discípulos y la de los discípulos entre sí.  Jesús lo extiende a los pecadores.  Es un gesto de evidente ruptura: las leyes de pureza prohibían severamente la comunidad de mesa con los paganos y los pecadores.  Se pensaba honrar a Dios separándose de los pecadores.  Jesús hace lo contrario, mostrando una concepción distinta de Dios.

El encuentro con Cristo es el encuentro con una novedad sorprendente.  Está el “sorprendente descubrimiento” del pecador, que halla un perdón impensado.  Está el “sorprendente descu-brimiento” del justo que encuentra a un Dios que lo lleva más allá de las diferencias para introducirlo en el horizonte amplio de la bondad y de la gratuidad: una bondad no sólo recibida, sino devuelta.  La “alegre noticia” para el pecador, como para el justo, es el gozo de ser gratuitamente amado y de amar gratuitamente.  Sin esta gratuidad no hay verdadero amor, y sin amor no hay alegría.  ¡No hay Evangelio!

 

La profecía del amor en un mundo que cambia

Hoy se nos pide escuchar el grito de muchos que no logran llevar la cruz, a quienes la vida aparta, y que no saben valerse sino de un Dios de milagros cuyo amor es inocuo y apenas consolatorio.  Ellos necesitan brazos amorosos y compasivos que apoyen vidas humilladas, destruidas por mil tragedias y desgracias.  No piden palabras de consuelo que suenan a hipocresía, sino que se tome en serio su fatiga de vivir, su rechazo al Dios del éxito, para ver y sentir a su lado a “cirineos” del amor que son trasparencia de un Dios frágil, compasivo, impotente, angustiado, y no de una amenaza.

Este es el paso que todos debemos dar, nosotros que estamos llamados a mostrar un rostro nuevo de Dios del cual nos sentimos servidores con palabras y obras.  Se trata de convertirnos en una trasparencia nueva, caminando junto con los pobres, con los crucificados de la historia, los flagelados por la miseria y por el hambre, con un corazón herido, con manos solidarias y con abrazos de esperanza.

Nos preocupamos mucho de obrar, como el profeta Elías con la viuda de Sarepta, el milagro de la harina y del aceite, con grandes recursos: quizá lo que la gente espera es otra cosa: una manifestación del Dios Padre del Crucificado.

 

015Recuperar el tiempo para encontrar al otro

Hoy nuestro modo de vivir el tiempo está marcado esencialmente por la aceleración y la velocidad, por la atomización y la fragmentación con consecuencias negativas en múltiples niveles.  La idea del tiempo, de su fuga y de su irreversibilidad, está continuamente presente en la conciencia del hombre presuroso de hoy.  “No tengo tiempo”: este leit-motiv cotidiano es el indicio de un malestar profundo que concierne a la relación con el tiempo.  Un malestar que afecta realmente a todos y que muestra la necesidad de humanización del tiempo, de los ritmos de la vida social y laboral, de los ritmos temporales en general, para que resulten vivibles.

El tiempo es esencialmente, o debería serlo, una “oportunidad de relación”, “espacio de alianza”, “lugar de encuentro con el otro”.  Se trata de abrir un lugar para palabras constitutivas de la espiritualidad cristiana como: perseverancia, fidelidad, espera, paciencia, vigilancia, esperanza… Virtudes y actitudes que tienen que ver directamente con el tiempo y que parecen hoy difíciles de ignorar.

La paciencia como arte de vivir lo que aún no se ha realizado; la espera como espacio interior hecho para el otro, como fundamento espiritual de la acción; la perseverancia como arte de permanecer en el tiempo, con la conciencia de que es el arco de la vida el que hace de la existencia una obra de arte; la fidelidad como capacidad de espera de los tiempos del otro, como adhesión a una historia, como capacidad de resistencia en las contradicciones; la esperanza como lucha activa contra la desesperación y como toma de responsabilidad del futuro propio y de los demás; la vigilancia como arte de la atención a lo cotidiano y cuidado del otro.

Pero, sobre todo, hay que aprender el arte de asumir y respetar los tiempos del otro.  Ni siquiera el amor puede nunca, a ningún nivel, ser impuesto.  Tampoco el encuentro puede ignorar las condiciones de cada uno.

 

La compasión del samaritano

La narración de Lucas 10,19-37 insiste en la descripción del samaritano, liquidando con prisa a las dos figuras del sacerdote y del levita.  Para no hablar de la rapidez con que aparecen y desaparecen los asaltantes.  Aquel que se acerca al herido es un samaritano.  Sabemos bien que el ser de otro pueblo, de otra raza, de otra religión, lleva de inmediato a pensar en la distancia más que en la proximidad.  El samaritano es el otro, el inesperado, aquel sin el cual no puedes vivir, con que debes enfrentarte.  Es también aquel que te revela quién eres, porque necesitas del otro para conocerte, porque no puedes existir sin él.  Es el desconocido que te revela los secretos del Reino, como les sucederá a los discípulos de Emaús después de la Pascua.

Es sorprendente que Jesús-samaritano se presente como un forastero, como un extraño, como el “otro” inesperado que te pone de pie y te devuelve la posibilidad de caminar.  Una vez más, se desvela un rostro inédito, imprevisible.  Su compasión no asume los rasgos reconfortantes de un amigo, de un hermano, de una persona bien conocida, sino que te obliga a mirar a la cara a otro, a dejarte recoger por un forastero, a dejarte consolar por un extraño.  Justamente, este acercarse, este aproximarse al hombre herido le permite “verlo” de verdad, y experimentar aquella conmoción que se convierte en el motor de todas sus acciones sucesivas.  También los demás habían visto al hombre herido, pero de lejos, sin acortar la distancia que los separaba. Quizá lo habían rozado, pero no lo habían tocado.

La compasión de Dios, en cambio, no puede prescindir de la concreción de los gestos, ni de una proximidad extrema; de una cercanía que se convierte en curación.  Una vez más es cuestión de entrañas, no sólo de cabeza.  Ante todo, el samaritano se acerca al hombre herido.  Para hacerlo no puede permanecer erguido o sobre su montura.  Debe recogerlo de la tierra, debe bajar con él al polvo, al fango, debe inclinarse, hacerse pequeño, sentir la dureza del suelo, casi confundirse con aquel que está ayudando.

Hacerse prójimo es siempre, de algún modo, hacerse pequeño.  La compasión, una vez más, no puede surgir de lo alto, sino que debe nacer desde dentro.  El primer gesto es justamente este: bajar del caballo, permanecer en el polvo de la tierra junto al hombre herido.  Es la parábola de toda la vida de Jesús, su gesto al inclinarse ante los pies de los discípulos en la última cena, su descenso a los infiernos y su “anonadamiento”, como enseña Pablo (Fil 2,7).

Miremos todo lo que viene después, más allá del camino, la posada y aún se preocupa por lo que pueda necesitar después.  Contemplemos la riqueza y la fantasía de los gestos del samaritano.  Ante todo, no se limita a la emergencia que atender: ha creado una relación con el hombre herido que va mucho más allá de una primera intervención, tan “física”.  También está dispuesto a pagar de persona: da de lo suyo, sin esperar recobrarlo.  Pide al posadero algo más allá de sus funciones: “Cuida de él”: es una recomendación que supera el simple deber de hospitalidad, recompensada con dinero, que el hospedero debe cumplir.  Y, en esto, el samaritano no hace otra cosa que extender a otros su mismo estilo de vida.  Él mismo, en los tiempos y modos que la parábola ha mostrado, ha hecho más de lo que se le pedía.  Al mismo tiempo, no se aferra a la persona que está ayudando, no deja sus asuntos para dedicarse enteramente a él, no lo vincula a sí con débitos de reconocimiento.  ¿Lo encontrará aún a su regreso, cuando pase a pagar los demás gastos?  Probablemente no, pero no importa.

El samaritano ha encontrado el camino sabio de quien vive la caridad y la compasión sin sofocar a nadie ni esperar nada a cambio.  Su partida no es signo de desinterés, sino un modo sencillo de vivir la gratuidad de los gestos de amor.

 

La valentía de retomar el camino

Pero un samaritano”.  Los gestos de compasión nacen aquí, de un “pero” que te dice que las cosas pueden ser de otra manera, que hay un derecho de ciudadanía para otro modo de ser, de mirar y de actuar. No es una obligación en la vida que tengas que pasar de largo, no ver ni darte cuenta.  No debes dar por descontada la indiferencia, la fuga o el miedo.  Hay un “pero” de la vida que debe hacer sentir su voz, que debe incomodarte.  Este “pero” rompe la cadena de la resignación, vence la rutina del egoísmo que se convierte en un veneno mortal, que adormece poco a poco nuestros mejores sentimientos y nos paraliza.  “La gente es así, el mundo es malo y las cosas no cambiarán nunca…”  ¿Cuántas veces hemos escuchado palabras así?  ¿Cuántas veces nos hemos detenido?

A veces para retomar el camino basta un “pero” que insinúe una duda, un “pero” que deshaga una certeza, un “pero” que remueva la costumbre.  No es casual que este “pero” sea una de las palabras más amadas por Jesús y más frecuentes en sus discursos: “Se les ha dicho… pero yo les digo”.

El samaritano despliega una caridad creativa, cargada de atención y de modales inéditos.  Muchos amigos del Señor han seguido su ejemplo.  Sabemos que se nos pide no sólo hacer el bien, sino hacerlo bien, con estilo, arrojo, creatividad, capacidad de transformarse y cambiar con el paso del tiempo.  La compasión de Dios es valiente, creativa, aguda y dispuesta a explorar nuevos caminos, buscando nuevas formas de anunciar los “hechos del Evangelio”.  Sumergirse en el misterio de la compasión significa también pedir un don así, una creatividad que no tenga su fin en sí misma, no dirigida al consenso o al aplauso, sino atenta siempre al bien del pobre que encontramos por el camino.  Y si alguna vez el pobre soy yo, o somos nosotros, que el Señor nos dé la alegría de agradecer por quien nos ha curado con aceite y vino, nos ha cargado sobre su caballo y nos ha traído a casa.

                                                                                                                                                                P. Antonio Rovelli Misionero de la Consolata

 

 

 

 

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MISSIO INTER GENTES

 

Traemos la reflexión del superior general de la Sociedad del Verbo Divino, padre Antonio M. Pernía, dirigida a sus religiosos con ocasión de la Jornada Misionera Mundial del año pasado, en la cual capta bien el momento actual de la misión y los nuevos desarrollos que se perfilan: el paso de la misión “ad gentes” a la misión “inter gentes”.

 

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Desde los tiempos de la Iglesia primitiva existe una clara diferencia y distinción entre gentes  y populus Dei.  Es de hecho la distinción entre pueblo elegido de Dios y las naciones, los judíos y los gentiles, los circuncisos y los incircuncisos, los creyentes y los paganos.  Después de esta distinción existía otra entre el centro de la fe y la periferia de la incredulidad, o la distinción entre dentro y fuera.  En la Iglesia primitiva, en el centro de la fe estaba Jerusalén y las naciones vecinas estaban en la periferia de la incredulidad.  En la historia de la Iglesia, la Europa cristiana ha estado en el centro de la fe y el resto del mundo se ha convertido en la periferia de la incredulidad.  En el contexto de esta doble distinción, la missio ad gentes era necesariamente missio ad extra.  La misión consistía en ir fuera, hacia las naciones paganas.  La misión consistía en un movimiento unilateral desde la Europa cristiana hacia el mundo pagano.  De este modo, teníamos “países que envían misioneros” y “países que reciben misioneros”. O bien, expresiones como “Iglesia misione-ra” e “Iglesias de misión”.

 

Un cambio radical

Dos acontecimientos recientes han provocado un cambio radical en esta situación, uno en la Iglesia y otro en el mundo.

1. Misioneros provenientes del sur.  El primer acontecimiento es el surgimiento de misioneros originarios del sur del mundo.  Europa no es la única y principal cuna de los misioneros. Esto comporta un drástico descenso de las vocaciones sacerdotales y religiosas en Europa y en el resto del así llamado “norte”.  Por esto hoy vemos misioneros que vienen del “sur” (Asia, África y América Latina).  Todo esto, a su vez, está en relación con el crecimiento y la madurez de aquellas que eran llamadas “Iglesias de misión” o Iglesias de los países “que acogían a los misioneros”.  Aquí no se trata sólo de una “misión al contrario”, de misioneros de territorios que antes eran de misión que ahora van como misioneros a Europa, porque los misioneros del sur son enviados a Asia, África y América Latina.  Por esto no hablamos sólo de una misión del sur al norte, sino también de una misión del sur al sur, en contraste con la situación anterior en la cual la misión era generalmente un fenómeno “de norte a sur”.

 

2. Multiculturalidad.  Otro acontecimiento es la creciente multiculturalidad de muchas ciudades en el mundo.  Esto se debe al fenómeno de la gente en movimiento (tanto por la emigración internacional como por la búsqueda de un refugio), por el cual la sociedad se está volviendo cada vez más pluricultural.  Al amanecer de este milenio se estimaba que en el mundo había 150 millones de emigrantes internacionales (es decir, uno cada 50 personas).  Si bien la emigración es un fenómeno milenario, el hecho global de la emigración en nuestra época le otorga una importancia particular. Hoy, más que en el pasado,  hay más gente que escoge o se ve forzada a emigrar, y a menudo se desplaza de país a país.  Los emigrantes internacionales provienen de todas partes del mundo y se desplazan por todos los países. El resultado es que gentes de diversas culturas no sólo crean una relación más cercana, sino que a menudo se ven obligadas a vivir juntas.  Muchas ciudades del mundo actual están habitadas por grupos de acentuada diversidad cultural.  Este movimiento de masas está cambiando radicalmente el rostro de nuestras ciudades.

 

“Missio inter gentes”

Aparece claro que hoy la missio ad gentes no puede identificarse exclusivamente con la missio ad extra.  Además, las gentes no son sólo aquellas que están fuera. Las gentes están aquí entre nosotros, a nuestro alrededor. Puede ser la familia que vive a nuestro lado, la persona que se sienta junto a nosotros en el autobús, el joven que viene a reparar mi televisor o la mujer a quien compro la verdura en el mercado. Hoy, más que nunca, debemos entender la missio ad gentes cada vez más como missio inter gentes.  Si no la consideramos como una sustitución, sino como un complemente de la missio ad gentes, la missio inter gentes puede enriquecer nuestra concepción de la misión hoy.

Tres matices de la missio inter gentes nos pueden ayudar a ampliar el concepto de misión hoy.

1. Misión como diálogo “con” la gente.  Así como la misión ad gentes subraya la necesidad del anuncio, inter gentes acentúa lo indispensable del diálogo en la misión.  Así como el anuncio directo del Evangelio sigue siendo una exigencia permanente de la misión, el diálogo se ha convertido en un imperativo de la misión.  Como afirma un documento del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso de 1984: “El diálogo es la norma y el modo necesario de toda forma y aspecto de la misión cristiana”.  En otras palabras, el diálogo no es una opción.  Es un imperativo de la misión. El papa Juan Pablo II en la Redemptoris missio se expresa de la siguiente manera: “Todos los fieles y todas las comunidades cristianas están llamadas a practicar el diálogo, ciertamente no en el mismo grado o manera” (57).

 

Scan00012. Misión como encuentro “entre” las gentes. Así como ad gentes insiste en la idea de un grupo especializado de personas (misioneros, consagrados, sacerdotes) enviados para la misión a otras gentes, inter gentes evoca el concepto de la misión que se realiza en el encuentro entre la totalidad de las comunidad o grupos de gentes. Uno podría pensar, por ejemplo, en el diálogo de vida entre los miembros de una parroquia católica y aquellos de una comunidad musulmana local, o entre los estudiantes de una escuela católica y los de una escuela no cristiana. Lo mismo sucede con el testimonio ofrecido por las emigrantes católicas que trabajan en las casas de la Europa secularizada. Como no se cansan de repetir los documentos de la Iglesia, la misión no es sólo una prerrogativa de individuos especializados, sino que debe pertenecer a todo el pueblo de Dios.

 

3. Misión como Encuentro de un hogar “entre” la gente.  Así como ad gentes acentúa la necesidad transcultural de la misión y recuerda la imagen del misionero enviado a otras gentes, inter gentes insiste en el hecho de que el misionero es enviado a establecerse y a encontrar un nuevo hogar en medio de la gente. Esto representa el objetivo integral de la inculturación y de la adaptación cultural y hace parte de la lógica de la Encarnación.  Así como el Verbo Divino puso su tienda entre nosotros, así se espera que el misionero plante su morada en medio de la gente a la cual es enviado. Así como José Freinademetz en China, sólo cuando el misionero logra transformarse a sí mismo para ser uno con la gente, es capaz de transformar a la gente para un verdadero seguimiento del Evangelio de Cristo.

La misión como diálogo con la gente, la misión como encuentro entre las gentes, la misión como encuentro de un “hogar” en medio de la gente.  Por tanto, en último análisis, la misión de Dios está en el Verbo Divino, a través del cual Dios pone su morada en medio de nosotros y establece un diálogo con nosotros, haciendo posible un encuentro fraterno entre las personas hasta la verdadera comunión de todos los hijos de Dios.

 

                                                                                                                Padre Antonio M. Pernía

 

 

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